A Crónica de Miguel Santos Guerra:
Me preocupan las actitudes sádicas en la educación. Me repugna la crueldad. El sádico hace daño intencionadamente a los demás, pero también se lo hace, probablemente sin querer, a sí mismo. Porque la violencia contra el prójimo que encierra el sadismo, envilece el corazón del agresor. Y, además, genera en los testigos una sensación de miedo y de repulsa. El sadismo lo tiñe todo de dolor y de miseria.
No me gusta que los alumnos y alumnas falten al respeto a sus profesores y menos que se ensañen con ellos haciéndoles la vida imposble. Motes ofensivos, aunque ingeniosos (a un profesor bizco le llamaban Óxido Antimonioso porque la fórmula de ese producto químico es SB203, a otro que lanzaba al hablar pequeñas partículas le apodaron Saliba Va, a una directora bajita y regordeta que caminaba por loa pasillos diciendo chisst, chisst, chisst, la llamaban La Olla Expres, a otro profesor le apodaban el Bikini porque decían que enseñaba todo menos lo principal…), burlas pesadas, amenazas intimidatorias, comportamientos groseros, agresiones de todo tipo… Resulta triste e intolerable. ¿Por qué hacer sufrir a quien tiene la tarea de ayudar y la lleva a cabo cada día con dedicación y esfuerzo.
Recuerdo que, en la escuela irlandesa a la que asistía nuestra hija Carla, había una norma que me pareció excelente y que se convirtió para ella en un hermoso hábito: Los alumnos y alumnas debían dar las gracias cada día a sus profesores y profesoras por lo que les habían enseñado. Era frecuente escuchar a los padres y a las madres: ¿le has dado las gracias hoy a tu profesor?
¿Qué decir de la violencia de los padres contra el profesorado? Acabamos de asistir en Vélez Málaga a una intolerable agresión de un padre hacia el profesor de su hijo. Una víctima es el profesor, claro está. Otra víctima de esa agresión es el hijo a quien el padre ha golpeado con su detestable ejemplo. Y víctimas somos todos los testigos de ese menosprecio a quien se dedica a tan decisiva tarea.
Tampoco me gusta ver que los profesores hacen sufrir a los alumnos y alumnas. Comparaciones, bromas, dureza, menosprecio, descalificación… Uno de los instrumentos más propicios para la tortura es la evaluación. Porque la evaluación encierra poder. Hay quien disfruta haciendo difíciles las cosas. E, incluso tendiendo trampas.
Hace algunos años, impartí un curso sobre evaluación eductiva a un numeroso grupo de docentes en la maravillosa ciudad argentina de Ushuaia. Recuerdo que, en el descanso, se acercó a mí una profesora que había acudido al curso con su hija de diez años. Durante nuestras sesiones de trabajo, la niña dibujaba o leía y en los descansos jugaba y hablaba con su mamá y con otras docentes.
Le pregunté a la niña cómo le iba en el cole. Me dijo que regular. Y luego, añadí, mediatizado por las reflexiones que había estado planteando en el curso:
- ¿Qué tal las evaluaciones y exámenes que te hace la profesora?
- Mal. Porque “la seño” nos explica los músculos y luego nos pregunta por los huesos.
No lo pudo expresar de forma más clara y más precisa. La niña denunció de una forma muy gráfica uno de los abusos más frecuentes de la evaluación. Ese afán por hacer difícil lo que podría ser fácil. Esa pretensión de convertir la evaluación en una trampa.
Hay profesores que disfrutan cuando suspenden a muchos alumnos. No entiendo bien a quien esto hace. Es como si un cirujano se alegrase cuando sale de su quirófano un cadáver. No le considero solo un incompetente sino que también le veo como un desalmado.
No me gusta tampoco ver que unos alumnos y alumnas convierten en víctimas a otros compañeros y compañeras. Me duele verque algunos acuden a la escuela a sufrir el acoso de sus iguales. Hay que tener alma de torturador para convertirse en una amenaza y para provocar un terror permanente en aquellos que, por naturaleza, podrían ser amigos.
Me duele también ver a miembros de equipos directivos que procuran complicarle la vida a los docentes y a los alumnos. No sé si piensan que han caído del cielo con la misión de hacer sufrir a los humanos. ¿Por qué tienen que vivir felizmente las personas? se preguntan. Creo que se creen más importantes si hacen sentir la espuela del mando a quienes consideran sus inferiores jerárquicos. No entienden que la autoridad está ahí para ayudar, animar y cuidar a los demás. Han de ser facilitadores, no torturadores.
.El sadismo lo destruye todo. Esa trama de pensamientos y de acciones que machaca los demás. La escuela debería ser un crisol de relaciones encaminadas al desarrollo emocional. Un laboratorio de comunicaciones asentadas en el respeto. Un entramado de vivencias que hagan patente la dignidad humana.
Pero el sadismo solo encuentra placer en el dolor ajeno. El caso es complicar la vida a los demás. El objetivo es que la otra persona sufra. Da igual cómo. Mientras más, mejor. De ahí nace aquel diálogo retorcido entre un masoquista un sádico.
El masoquista le dice al sádico:
- ¡Pégame, por favor!
Y el sádico contesta:
- ¡Ahora, no!
Al ir hacia la Facultad he escuchado hoy en un programa de radio cómo un periodista contaba la respusta de un alumno a la pregunta siguiente: ¿tú que haces en la escuela? La respuesta me pareció triste y alarmante: Sufrir, sufrir y sufrir.
Hay que reflexionar sobre la urdimbre de relaciones que se teje cada día en la escuela. Hay que ver cómo la estructura organizativa condiciona la comunicación. Y hay que procurar que lo nomotético y lo ididográfico se conjuguen en aras de una convivencia hermosa y feliz.
La escuela, como trasunto de una sociedad democrática, debe albergar una convivencia sentada en el respeto y la dignidad. El poder debe servir a la comunidad, los profesores querer a los alumnos y éstos respetar al profesorado. A convivir se aprende conviviendo.
Quiero brindar a todos los miembros de la comunidad educativa un lema que a mí me ha ayudado mucho en la vida: Que mi escuela sea mejor (hoy diré más feliz) porque yo estoy trabajando en ella.
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